La sonrisa del bufón

Locución de un pequeño texto que escribí recientemente.

12/27/20243 min read

Hacía tiempo que no me sentaba a escribir sin ir en busca de una historia, solo por la pura necesidad de aflojar algunos de los nudos que siento en el pecho. Supongo que, a fin de cuentas, son este tipo de cosas las que me hicieron algún día comenzar a construir historias. Los mundos que creo tienen más aire, más color, no me juzgan o, aún más importante, no me permiten juzgarme.

No recuerdo cuando empezó todo esto, si echo la vista atrás casi no soy capaz de recordar un solo día de mi vida sin sentir ese puño cerrándose en torno a mi corazón. Estoy seguro de que tienen que haber habido épocas buenas, incluso recuerdo algunas con cariño, pero los recuerdos se difuminan con el ahora. Y el ahora es asfixiante.

¿Cómo podría explicar lo que siento? Tiene su gracia, yo que tanto juego a describir mundos que nos existen, personas nacidas de mi imaginación y situaciones imposibles, me veo incapaz de poner en palabras esta sensación.

Es como estar sumergido, buceando. Recuerdo jugar de crío en la piscina, por aquel entonces se me daba mejor esto de maquillar las emociones, me juntaba con el resto de chiquillos y hacíamos competiciones para ver quien era capaz de aguantar más tiempo bajo el agua sin respirar. Quizás por inconsciencia infantil o por un primigenio sentido del ego, siempre me esforzaba para aguantar sumergido más que el resto.

¿Alguna vez lo has hecho? Hay un momento en el que tus pulmones comienzan a contraerse, tu cuerpo se calienta, tus piernas se sacuden y empiezas temblar. En ese momento solo piensas en una cosa: respirar. Sabes que si alargas mucho más tu hazaña quizás nunca más vuelvas a salir a flote.

Ahora mismo me siento atrapado en ese segundo. Por más que respiro con normalidad, es como si mis pulmones no fueran capaces de inflarse. Aunque lo hacen. El aire que entra por nariz, en algún punto del camino, se pierde en un laberinto de ansiedades. Cómo si quisiera levantar una roca soplando. No es una tarea titánica, es una imposible.

Pero aquí estoy, ¿no? En tierra firme, sin agua por ninguna parte. Entonces, ¿por qué siento que me estoy ahogando? ¿Qué es lo que me aplasta? Lo peor de todo es que no puede contestar a esa pregunta. No por miedo, ni es por coacción ni por censura, es solo que no lo sé. La vida tiene tantas aristas que me arañan que es imposible saber cual de ellas puede haberme infectado la herida, a quién atribuir la culpa.

Es muy posible que la culpa sea mía. Tiendo a evitarlo todo buscando el chiste, la comedia en la que cualquier tragedia puede convertirse si miras el caleidoscopio desde el lado correcto. A veces es solo cuestión de enfocarlo hacia una luz, otras hay que girar el catalejo y hacer que las piedras de colores se muevan. Bonito, ¿verdad? Ver el brillo en cualquier rincón. «Sergio, eres tan gracioso», «me encanta que siempre sonrías». ¿Pero qué pasa cuando la sonrisa se oxida? ¿Qué hago cuando el salitre de la vida no solo hace que me escuezan las heridas, sino que también erosiona mi risa?

El bufón que esconde las lágrimas tras un tartazo, con un juego de palabras jocoso. En ocasiones desearía arrancar el telón, prenderle fuego y bajarme de una maldita de vez de este escenario. Pero ya lo dijo Freddy Mercury: show must go on. A veces más por los demás que por mí, porque las lágrimas que más me duelen son las que podría haber evitado, aquellas que nacen de ojos ajenos. Por eso, si debo aguantar otro tartazo, si debo fingir que me golpeo contra otro semáforo, seguiré haciéndolo. Si ellos ríen, el peso se libera por un momentito. Respiro.

¿Por qué no hacerlo?, ¿por qué no vivir para divertir al resto? A fin de cuentas, no creo que a estas alturas vaya a conseguir salvarme a mí mismo. Regalar sonrisas mientras sientes agujetas en el alma tal vez es un trabajo duro, pero alguien debe hacerlo.