Princesas, dragones y demás tribulaciones (Muestra)

Aquí puedes leer los dos primeros capítulos de manera gratuita.

Capítulo 1

La noche parece todavía más oscura cuando caminas por la ladera de un volcán. Resultaba complicado distinguir las figuras que avanzaban rumbo a la cima. Eran dos: un hombre ataviado con una túnica con tan poco color, que podría decirse que era negra y un pequeño ser alado de unos doce centímetros. El hombre no destacaba por su altura, era difícil adivinar si su descuidada barba era muy oscura o su cara muy pálida; tenía el tipo de cara que podrías dibujar con carbón sobre una loma de nieve y no echarías en falta ni pizca de color, salvo por sus ojos, unos ojos amarillos muy poco usuales en Junun, unos que se suponían extintos; el tipo de ojos que solo podía poseer un brujo. Aunque aún no había alcanzado los cuarenta años, el tiempo se había encargado de llevarse con él el recuerdo de lo que algún día debió ser una cabellera, pero que ahora era solo una calva rugosa. En cuanto a su compañía voladora, se trataba de un hada de ondulado cabello color zanahoria, la nariz muy redonda en su punta y con un salpicón de pecas que le cruzaba la cara de una mejilla hasta la otra; vestía lo que parecía un helecho bien cosido y revoloteaba a escasos centímetros del hombro del brujo.­­

—¿Quién lo iba a pensar? Un volcán en el que hace calor —jadeó el hombre.

Aun sabiendo lo ilógico de la idea, había empezado a dar zancadas largas desde hacía algunos metros. Solo quería recortar algún que otro paso en el ascenso hasta el cráter, conseguir que el camino acabara antes y, quizás, llegar con algo más de tiempo para recobrar energías en la cima.

—Ya sabes lo que dicen: si quieres dragones tienes que quemarte el culo —respondió el hada.

—Sí, un dicho muy popular, Kiaru —dijo el brujo con sarcasmo.

—A ver, eres tú el que lleva años esperando el día del despertar para poder invocarlo. ¿No te dio en ningún momento por comprobar la temperatura media de este sitio?

—Claro que sí. Pero una cosa es leer sobre temperaturas y otra muy distinta es sentir cómo tus partes se cuecen al vapor.

Las piedras del camino eran negras y había que dar cada paso con cautela para no resbalar con la ceniza que se acumulaba. El brujo estaba cansado, no era el tipo de persona que se levanta por la mañana para salir a correr, sino más bien de los que se pasan la vida encerrados, devorando libros y, en su caso, dejando que las ganas de venganza lo devoren a él. Era de los que pensaban que correr kilómetros solo para presumir de poder hacerlo era una estupidez. El único motivo plausible que se le ocurría para salir por patas era salvar la vida, aunque ahora que sentía cómo le ardía el escroto, no le importaba acelerar un poco el paso.

La luna no brillaba con una fuerza especial esa noche, emitía apenas una tímida luz azulada que dificultaba diferenciar dónde había una piedra, dónde una grieta o un socavón. El volcán Cílter estaba formado casi en su totalidad por rocas negras, muy similares al carbón en su estética, pero duras como un bloque de metal. Su altura era de unos seiscientos metros desde el nivel del mar, aunque su caverna interior descendía varios kilómetros. En las zonas más bajas, bajo una gruesa capa de obsidiana, siempre había lava ardiente esperando para entrar en erupción, algo que nunca sucedía gracias a su habitante, el gran dragón de Cílter. La enorme criatura blanca que emitía un frío constante a través de su cuerpo, tanto, que solidificaba el magma en el que se posaba, y ese era justo el objetivo del brujo: hacerse con el control de la legendaria bestia.

—Morli, ¿estás seguro de que las palabras de control servirán? No creo que llevemos hierbas suficientes como para desmemoriar a un bicho tan grande —dijo Kiaru.

—Tiene que funcionar. Eso ponía en todos los libros.

El hada siempre le llamaba Morli, como diminutivo de su nombre completo: Mórlemon. Se conocían desde hacía casi 20 años, así que tenían el tipo de relación en la que uno sabe, sin margen de error, si el otro va a hacer aguas menores o mayores solo por la forma en que anuncia que va a la letrina.

—Además, tú también los has repasado conmigo —aclaró Mórlemon.

—Pues si te tienes que fiar de mi supervisión, estamos apañados.

Para cuando llegaron al borde del cráter, el brujo necesitó sentarse unos minutos sobre una roca a recobrar el aliento, o al menos a su particular versión, que consistió en sacar de su bolsa de cuero uno de sus artesanales cigarrillos de quefa y llevarlo hasta sus labios mientras se retiraba la capucha dejando que su calva se bañara con el azul de la luz lunar.

—Dame unas chispas, anda —solicitó a su alada compañera.

—¿En serio? ¿Ahora te vas a poner a fumar quefa?

—Me duele la cabeza.

—¡Y un mojón de firino!

—Sabes que cuando me canso me dan migrañas.

—La patada que te voy a pegar en el ojo sí que te va a dar migraña —replicó con tono autoritario—. No soy tu puto encendedor personal.

—Tranquila, te echaré el humo a la cara. Nos sentará bien.

Mórlemon sabía a la perfección que la quefa servía también para aplacar la tara mágica de su amiga: los ataques de ira. Todas las hadas, al igual que cualquiera que tuviera el don de hacer magia, tenían una tara a cambio, algo que les afectaba a nivel cerebral. La magia no era algo baladí ni al alcance de todos, en Junun era algo mucho más similar a una minusvalía, una que podría ser de utilidad en algunos casos, pero que afectaba a distintas áreas del cerebro dependiendo de los poderes que el sujeto en cuestión tuviera. Podía generar problemas en el habla, dificultad para caminar, para distinguir entre derecha o izquierda, causar ceguera, e incluso Mórlemon había leído del caso de un hechicero que parecía tener más de una personalidad viviendo en su cabeza. Con Kiaru en concreto, su tara mágica era tener repentinos ataques de ira.

—Vale, interesado de mierda. Cierra los ojos —accedió el hada.

No es que el fuego creado por Kiaru fuera una gran llamarada, pero sabía que su amigo no podía ver nada arder cerca de sus ojos desde «aquel día». Extendió su palma derecha y la colocó sobre la punta del apretado pitillo, concentró su poder notando cómo un cosquilleo arrancaba desde la punta de sus diminutos dedos de los pies, dirigió la sensación hacia arriba atravesando sus vísceras y dejó que saliera en forma de pequeña llama en la palma de su mano. Mórlemon comenzó a dar grandes chupadas a su cigarrillo para conseguir que prendiera, dejó que la combustión de la hierba penetrara bien en sus pulmones y después exhaló una gran bocanada de humo rosado directa hacia Kiaru, que sintió cómo todo su cuerpo se relajaba y cómo de manera súbita las alas comenzaban a pesarle, por lo que no tardó en descender en su vuelo y sentarse sobre una de las rodillas del brujo.

La quefa era una hierba muy habitual en Deibo, el lugar donde tenían establecida su morada la pareja de amigos, de tallo largo y hojas estrechas de color verde intenso, de tacto áspero, coronadas por flores de vivo color rosa. Era muy común su uso medicinal para tratar los dolores de cabeza cuando se tomaba infusionada en bajas cantidades, ya que tenía además un fuerte efecto relajante. Cuando las cantidades no eran tan bajas y se utilizaba en pipa o directamente liada en cigarrillos como le gustaba consumirla a Mórlemon, lo que se conseguía era un cebollazo bastante interesante.

El brujo, como persona más que acostumbrada a consumir quefa con frecuencia, no perdía demasiado el norte por un solo cigarrillo, pero le servía para relajarse y centrar así su mente. Solía decir que sus momentos de mayor lucidez llegaban justo cuando estaba colocado, era cómo conseguía borrar lo que él llamaba «las interferencias de su cerebro». De hecho, fue en uno de esos días en los que consiguió trazar el plan que estaba a punto de poner en marcha: la venganza perfecta. Ahora solo miraba al cielo, contemplando con una sonrisa aquellas estrellas que había esperado durante trece largos años. La constelación del dragón. Por fin estaba allí, alineada con el volcán Cílter cómo lo hiciera veinte años atrás y cómo no volvería a hacer hasta que pasaran otras dos décadas.

—No sé por qué, pero me esperaba unas estrellas más brillantes. No sé, algo así como faroles encendidos en la noche –dijo antes de soltar otra bocanada de humo rosa hacia Kiaru.

—Son estrellas, Morli, solo son puntitos en el cielo –pronunció arrastrando las palabras.

A Kiaru sí que le afectaban algo más los efectos de la hierba: hacían que su cabeza y su lengua funcionaran a velocidades distintas. En definitiva, no la convertían lo que se dice en la criatura más elocuente, pero sí que frenaban por completo sus ataques de ira. Compensaba con creces el colocón.

—He esperado tantos años para esto, que ahora lo siento un poco soso —prosiguió el brujo—. Como cuando te hablan de lo genial que es un libro y cuando por fin lo lees, no puedes más que decepcionarte.

—Estamos a punto de despertar a un dragón de más de cuarenta metros y me estás diciendo que te decepcionas. —Paró para chasquear un par de veces su lengua seca sobre el paladar en busca de saliva antes de continuar—. ¿Esperabas un coro de cornetas?

—No es eso. Pero un poco más de brillo en el cielo y menos calor en los huevos le daría un toque.

—Morli, te juro que cómo vuelvas a mencionarme la temperatura de tus pelotas, te las arrancaré de un bocado.

—¿Me estás insinuando algo, Kiaru?

—Imbécil. Ya lo sabes. —Si no hubiera estado bajo los efectos de la quefa se habría puesto colorada. Sin embargo, ahora mismo su sangre se movía tan lento que no era capaz de enrojecer sus mejillas.

—Yo también te quiero, mosquito.

Mórlemon solo la llamaba así cuando sabía que iba fumada, de lo contrario, era muy posible que Kiaru comenzara a arrancarle los pelos de la barba uno por uno, por mucho que él se lo dijera con cariño. Pocas cosas molestaban tanto al hada cómo que se hicieran bromas relacionadas con su tamaño, eso le sacaba de quicio, y no era buena idea hacer que la pelirroja perdiera los nervios: podía convertirse en una auténtica psicótica.

El cigarrillo de quefa comenzaba a agotarse y con él el momento de descansar. Era hora de ponerse manos a la obra.

—Vamos allá —dijo Mórlemon mientras separaba el culo de la piedra con algo de esfuerzo—. Súbete al hombro.

Se acercaron al borde del cráter y echaron un breve vistazo al fondo: allí estaba la cúpula de obsidiana bajo la que dormía el gran dragón. El calor que desprendía aquel agujero hizo que una ligera caricia de sueño les recorriera la cara a ambos, que agitaron la cara al mismo tiempo, cómo si se tratara de una coreografía preparada, intentando sacudirse la pereza del cuerpo. Acto seguido el brujo alzó la vista hacia la constelación del dragón y comenzó con su soliloquio.

—Dragón durmiente, señor de Cílter, te convido a desplegar tus alas y retirar tu manto de piedra. —Comenzó a notar una especie de vibración bajo sus pies—. Bajo la luz de tus estrellas, despierta una vez más para surcar el cielo nocturno. —Los astros de la constelación del dragón se convirtieron de potentes cañones de luz que descendieron al interior del volcán—. ¡Yo te invoco! —Un pequeño estallido final resonó en la caverna del cráter antes de que la luz de las estrellas volviera a su intensidad normal.

Toda la superficie del volcán comenzó a temblar con rudeza, a vibrar, a emitir crujidos. La ceniza del suelo echó a flotar generando una densa niebla. Mórlemon trastabillaba en busca del equilibrio, pero era casi imposible; parecía que unas manos gigantes estuvieran agitando toda la montaña, por lo que decidió hincar una rodilla en la tierra y posar sus manos. En apenas un pestañeo el suelo se había tornado en piedra fría como el hielo, la presencia del dragón sin duda estaba cambiando el clima. Podía oír cómo la cubierta de obsidiana se rompía, pero nadie gritó.

«Otra decepción más», pensó el brujo, «esperaba un gran rugido».

De repente, el ensordecedor estrépito de piedras paró en seco, el temblor cesó, y todo quedó en silencio. No había rugidos, no había

batir de alas, no había nada, solo una temperatura helada que hizo que los dientes del brujo y el hada comenzaran a castañetear.

—¿Ha funcionado? —preguntó Kiaru.

—Pues no lo sé.

Se arrastraron hacia el borde con cuidado y asomaron la cabeza. En efecto, la coraza de obsidiana se había roto, pero lo que había debajo no era más que un enorme esqueleto en forma de dragón, junto a un huevo de unos cuatro metros de color negro.

—Pero… ¡¿qué cojones?! —soltó el brujo.

—¿Es un dragón esqueleto?

—No, joder, está muerto.

—No jodas. —Kiaru no pudo contener un ataque de risa. Por la quefa, por supuesto—. ¿Tanto rollo y ahora está fiambre?

—No tiene gracia, joder.

—Un poquito sí.

—No lo entiendo. Se supone que el gran dragón es inmortal.

—Pues me parece que los cálculos no son del todo acertados. —Seguía sin poder parar de reír.

—¿Los libros se equivocaban? —No podía ser, él siempre había confiado en los libros antiguos por encima de todo. ¿Le estaban fallando ahora?

—Bueno, ahí hay un huevo.

—¿Se ha reproducido él solo? —Su cabeza libre de interferencias comenzó a trabajar—. A nivel anatómico es un mamífero y es único en su especie.

—Pobrecito, no tenía quien se lo follara. Eso es muy triste.

—No había indicios en los escritos y los dibujos de que fuera un animal hermafrodita. No ha podido fecundarse a sí mismo.

Mientras Mórlemon seguía inmerso en sus cavilaciones, el huevo al fondo del volcán comenzó a moverse.

—Hostia, que se mueve —avisó el hada colocada.

—¿Puede ser algún tipo de auto sucesión? —Seguía dándole vueltas a su cabeza.

—Morli, te estás perdiendo el parto.

El huevo comenzó a resquebrajarse hasta abrir una pequeña hendidura que, en apenas segundos, se convirtió en un agujero. Un ojo del color del fuego se dejó ver. El brujo y el hada observaban con atención desde lo alto del cráter. Al final, un golpe desde del interior hizo que el huevo se despedazara, dejando ver un bebé dragón, de color blanco como la tiza, escamado, la cabeza cubierta por dos hileras de pequeños cuernos, cuatro por lado que nacían junto al hocico y dibujaban un sendero entre los ojos hasta el lateral de las sienes. Sus patas contaban con tres garras afiladas de color negro, tenía también una larga cola coronada por dos ristras de púas y un par de alas muy similares a las de un murciélago, pero con la envergadura suficiente como para arropar a una familia de seis miembros. Cuando se vio fuera de la protección de su huevo, soltó un tímido rugido, más similar al llanto de un bebé. Al abrir las fauces dejó ver una sucesión de dientes puntiagudos y una lengua negra. Medía unos tres metros desde el morro hasta la punta de la cola. El pequeño dragón no tardó en alzar la vista hacia sus observadores.

—Nos ha visto —cuchicheó el hada.

—Sí, ya lo veo.

—¿Qué hacemos?

—Quédate quieta, tiene que saber que no somos una amenaza.

El pequeño dragón comenzó a aletear intentando volar, pero a la que se elevaba apenas un metro, perdía el ritmo y volvía a caer, soltando nuevos rugidos cada vez que fallaba.

—Se está enfadando. —advirtió Mórlemon.

—Pobrete, le falta confianza —dijo antes de comenzar a gritar al gran lagarto con alegría—: ¡Vamos chiquitín!

—¿Qué haces? —dijo apartando a su amiga con la mano.

—Le doy ánimos al dragoncito.

—¿Quieres que nos devore?

—¿Qué nos va a devorar? Míralo, es tan chiquitín. —Y volvió a asomarse para dirigirse al dragón—: ¡Vamos peque, vuela hasta aquí!

El dragón miraba hacia el borde del cráter y ladeaba la cabeza, no entendía de dónde venía aquella voz chillona. Siguió intentando alzar el vuelo consiguiendo cada vez elevarse un poco más. Se acercaba poco a poco a las paredes internas del volcán e intentaba ayudarse con las garras para llegar hasta la cima.

—Joder, que se nos echa encima. —dijo el brujo asustado.

—Morli, si te acojonas con este pequeñín, ¿qué esperabas hacer con el grande?

—Es que todo esto no es lo que tenía previsto.

—Pues improvisa.

Un sudor frío empezó a resbalar por la frente del brujo, al que bien le habría venido otro cigarrillo de quefa, o dos, tal vez un saco a rebosar bastaría para calmar sus nervios en ese momento. Tenía que centrarse, recordar todo lo que creía saber sobre el gran dragón y aplicarlo a esa versión en «miniatura». Mientras intentaba recordar, el dragón seguía acercándose cada vez más al borde del cráter; el cabrón aprendía rápido. Mórlemon estaba seguro de que en tres o cuatro intentos más, los alcanzaría.

—A ver, acaba de salir del cascarón. Si se comporta cómo un mamífero normal, querrá mamar.

—Lo siento, me he dejado mis tetas de dragón en casa —soltó Kiaru.

—Coño, déjame pensar.

El dragón se alzaba una vez más, se acercaba al cráter, clavaba sus garras en la roca y conseguía dar un par de pasos antes de caer de nuevo al fondo.

—Los dragones se alimentan sobre todo de carne, pero no tenemos ningún animal por aquí.

Otro intento de alcanzar el borde del cráter, las alas se agitaban ya con tanta fuerza, que levantaban un aire gélido que movía la densa barba de Mórlemon; los rugidos retumbaban dentro de la cavidad del volcán. Sus garras habían estado a punto de alcanzar la salida en esta ocasión, el próximo intento sería el definitivo.

—Nosotros somos el animal más cercano que tiene.

El dragón soltó de nuevo uno de sus rugidos, agitó las alas haciendo que los restos de obsidiana y cascarón de huevo se alzaran varios metros, voló muy alto, tanto que apenas necesitó utilizar sus garras para asirse al borde del cráter. Mórlemon agarró con rapidez a Kiaru con una mano y saltó hacia atrás para evitar que las uñas del dragón les despellejaran de una; la inestabilidad del terreno hizo que rodaran varios metros por la pendiente antes de que la espalda del brujo impactara contra una roca cortándole el aire, pero también deteniendo su descenso precipitado. El lagarto blanco soltó un nuevo rugido directo hacia ellos, aquella boca llena de dientes como puñales parecía aún más aterradora de cerca. Clavó sus alargados ojos en la pareja y comenzó a caminar hacia ellos. El brujo aún no conseguía recuperar el aliento y podía sentir cómo el final llegaba.

—Morli, que viene. —Pero el brujo apenas podía hacer más que toser en busca de aire.

A cada paso la bestia alada recortaba casi dos metros de distancia, se acercaba resoplando aire helado por sus orificios nasales, su oscura lengua colgaba fuera de las fauces, como la de un perro agotado. Kiaru intentaba tirar de la túnica de Mórlemon para ponerle en pie, pero su máxima fuerza apenas lograba separar unos centímetros la espalda del brujo de la roca. Él intentaba respirar, viendo cómo aquel legendario animal llegaba hasta él.

El dragón se detuvo frente al brujo, acercó su cabeza a apenas un palmo de su rostro y soltó un gran rugido que ensordeció a Mórlemon, al que le provocó náuseas el hedor de aquel aliento frío y agrio, como el de un gigante antes del café de la mañana. No pudo más que aceptar su destino, cerrar con fuerza los ojos y prepararse para recibir el mordisco. Las imágenes de «aquel día» volvieron a su cabeza: las llamas, el olor a madera y carne quemada, las lágrimas, la sed de venganza, todo volvió por un momento a su cabeza; después, su mente se trasladó, estaba allí, acostado en el camastro de la ventana, junto a la chimenea, escuchando a su padre tocar el laúd mientras su madre cantaba. Se sintió feliz por un instante hasta que todo llegó a su fin. Volvió al presente y sintió algo arañando su rostro. Algo que no tardó en interpretar como los colmillos del dragón. Iba a morir.

Otra pasada áspera desde la barbilla hasta la frente, sintió la humedad de su propia sangre empapándole la cara y la barba, después, otra pasada más. Un momento: ¿eran colmillos lo que sentía? De nuevo otra pasada más por la mejilla, pero no era punzante, solo áspera, muy áspera.

—¡Oh! Qué mono… —Era la voz de Kiaru.

Mórlemon abrió uno de sus ojos, aún sin la confianza para abrir los dos, y lo que vio fue la alquitranada lengua de aquel enorme lagarto

lamiéndole la cara. La humedad en su rostro no era su sangre, solo babas de dragón.

—Solo quería darle besitos a su papá.

—Vale, vale, está bien —dijo Mórlemon apartando el morro del dragón de su cara—. Todavía no entiendo lo que ha pasado. —Se puso en pie.

—Bueno, parece que ya tienes a tu dragón.

—Parecía más fiero.

El brujo comenzó a acariciar con suavidad el pescuezo del dragón y este no tardó en tumbarse panza arriba, con sus patas recogidas y dos palmos de lengua colgando por el lateral de la boca. Mórlemon lo interpretó como una invitación a rascarle la tripa, así que accedió a hacerlo.

—Parece que le gusta —comentó el hada. Después advirtió algo cambiando en el cuerpo del animal—. Le gusta mucho, de hecho.

El miembro retráctil del dragón comenzó a asomar en forma de punta negra entre sus patas traseras, de aspecto lúbrico y brillante, enhiesto y largo, muy largo, del tamaño aproximado del brazo de Mórlemon.

—Enhorabuena, papá, es un niño.

—¡Hostia puta!

Capítulo 2

Sofía, sentada junto a la ventana, se atusaba la larga cabellera rubia. Su alcoba estaba situada en lo más alto de la torre oeste del castillo, justo en el lado opuesto a la de su padre, el rey Víctor. Desde su ventana tenía unas vistas panorámicas de toda la ciudad, y le encantaba pasar largas horas jugando a imaginar las vidas de aquellos a los que veía. En Celona todo era ruido: de voces, de ruedas de carro rebotando en la piedra, de metales chocando en las forjas. Fuera del castillo la ciudad transmitía la sensación de que la vida transcurría siempre con prisas. Algunos se detenían, sí, pero a charlar, a comerciar, a hacer guardia; nadie se paraba solamente a contemplar. Eso era algo que solo la princesa parecía poder permitirse. A ella no le gustaba fijarse en los guardias que patrullaban en el interior de los muros, a esos los conocía de sobra, igual que a los miembros del servicio. Prefería mirar más allá, a las calles. Aquellas avenidas, ramblas y callejones que conocía solo a vista de pájaro, pues podía contar con los dedos de una mano las veces que había puesto los pies fuera del castillo. Para una princesa criada sobre moquetas de color celeste, el simple hecho de imaginar cómo debía sentirse eso de caminar entre adoquines le parecía algo fascinante.

Celona, como buena capital del reino, era una ciudad inmensa, la más grande de todo el continente de Junun y, a su vez, la que se encontraba más al norte de la gran península, bañada por el mar del estrecho de Nica, el cual la separaba de la isla de Frania, «la gran mina de acero», como solían llamarla. Era justo de allí de donde provenían los huéspedes que llevaban ya dos semanas alojados en el ala de invitados del castillo. Pero no quería pensar ahora mismo en eso, ni en su indeseado compromiso con el hijo menor de la familia dueña de las navieras, por más que su padre insistiera en que era lo mejor para Celona. Ahora prefería seguir dejando que sus ojos buscaran vidas que imaginar entre las calles de la ciudad.

Se alzaban edificaciones de piedra azulada, de un par de pisos de altura, diminutas en comparación con el castillo en el que había pasado sus dieciocho años de vida. Las calles estaban adoquinadas y dibujaban una perfecta cuadrícula vistas desde lo alto. Tres grandes avenidas nacían desde la entrada principal: una llevaba al gran mercado, la zona con más movimiento, donde podías encontrar desde carnicerías que exponían los cuerpos de los firinos y las ovejas frescas del día, hasta espadas y escudos; la avenida central era la que desembocaba en la entrada al castillo, donde el portón estaba custodiado en todo momento por dos guardias armados con lanzas y otro par de patrullas formadas por parejas de soldados que se dedicaban a recorrer la muralla, una por dentro y otra por fuera; por último, la avenida del este era la que desembocaba en el puerto de la ciudad, donde los cargueros trabajaban sin descanso metiendo y sacando mercancía de las naves mercantes y donde, ahora, también reposaba amarrada la hortera embarcación de los Tajir, sus invitados. Aunque el olor a salitre podía percibirse desde cualquier rincón de Celona, el constante ruido engullía por completo el sonido del mar.

El barco de Frania era ostentoso a todas luces. Y no es que a Sofía no le gustaran el oro, las prendas de hilo fino o las joyas, pero aquello era excesivo hasta para ella: las velas eran de color burdeos y verde, con el escudo de la familia — el águila posada en un yunque— bordado con hilo de oro en cada una de ellas; los remates de la embarcación, así como el timón, la cadena y el ancla, eran también de oro.

Siguió con sus ojos azules posados en las calles del mercado cuando reparó en un hombre que caminaba con un mandil de cuero atado a la cintura. Llevaba un martillo romo enganchado al cinturón, por lo que supuso que se trataba de un herrero, quizás un forjador de espadas. «Apuesto a que va rumbo al herrero de los herreros porque su martillo ya no funciona», comenzó a fantasear, «”Este martillo ya no funciona y lo necesito para martillear mis cosas”».

En la cabeza de la joven princesa eso era a lo que se dedicaban los herreros: a martillear con el martillo. Sabía las cosas que una noble debería saber, como las normas de etiqueta, a qué lado de la mesa encontraría el pan, qué cubierto servía para carne y cuál para pescado, la geografía básica de Junun e incluso cómo funcionaba el sistema de moneda, pero en lo tocante a la vida mundana, no tenía ni idea. Para ella todo parecía simple: los guardias guardaban, las cocineras cocinaban y los herreros herrereaban.

Mientras aún se encontraba absorta en su fantasía sobre el hombre del martillo romo, alguien golpeó tres veces la puerta de su habitación.

—Adelante.

La puerta de abrió apenas unos centímetros y una muchacha de pelo castaño recogido en un moño asomó la cabeza.

—Princesa, le traigo el desayuno.

—Pasa, Cecilia.

La panadera entró en la estancia portando una bandeja con una hogaza de pan, algo de queso y una taza de humeante té. Era una chica menuda, de poco más de metro y medio, de aspecto rudo y mandíbula cuadrada, cejas pobladas, ojos oscuros y un marcado lunar en el pómulo derecho. Vestía una sencilla blusa marrón y una larga falda a juego, todo coronado con un delantal cubierto de harina. Se acercó hasta la mesa de la estancia, donde apoyó la bandeja.

—¿Estáis sola? —preguntó la doncella mientras se sacudía la harina.

—Si, no hay nadie más aquí. —contestó sonriendo la princesa.

—Joder, llevaba toda la mañana con ganas de verte.

Sin mediar más palabras, se fundieron en un beso demasiado pasional para las nueve de la mañana. Cecilia apretó con sus manos robustas las esponjosas nalgas de Sofía, mientras dejaba que su lengua jugueteara perdida en la boca de la princesa. Como siempre que se


veían a escondidas, el corazón de la joven aristócrata se puso a tocar los bongos al fondo de su pecho.

—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó Cecilia mientras colocaba el pelo de la joven princesa tras sus orejas.

—Veamos, hoy ha llegado el carguero del oeste, así que debe ser miércoles.

—¿Un miércoles cualquiera?

—Bueno, el primer miércoles de mes, a juzgar por el queso que has traído junto al pan.

—¿Me estás tomando el pelo? —soltó la panadera con cara seria, cómo si tuviera un cabreo cociendo en el horno.

—Solo bromeaba. —Sonrió—. Hoy hace un año desde que nuestros labios se juntaron por primera vez.

—Así que te acuerdas, ¿eh? —Destensó rápido el rostro—. Pensaba que tu cerebro de princesita no tendría hueco para una panadera.

—Bueno, es que haces el mejor pan del castillo. Créeme, apenas recuerdo los nombres del resto de chicas del servicio con las que mantengo relaciones.

De nuevo, esa cara. Sofía sabía cómo hacer rabiar a su amante, era algo muy sencillo en realidad y, aunque no tenía especial interés en discutir con ella, le encantaba ver esa cara tan seria que se le ponía, le parecía de lo más sensual.

—Solo te tomo el pelo. Sabes que solo tengo ojos para ti. —dijo la princesa antes de regalarle un delicado beso.

—¿Cómo coño te soporto?

—Creo que mis nalgas tienen algo que ver.

—Tienes razón —dijo mientras inspeccionaba de nuevo el trasero de Sofía con un nuevo apretujón—. Me encanta tu culo.

—Creo que no tiene que venir nadie a mi alcoba hasta el mediodía… ¿por qué no echas el cerrojo? —insinuó mientras comenzaba a quitarse el vestido—. A lo mejor puedo ayudarte a recordar más cosas que te encantan de mí.

Cecilia se mordió el labio inferior y repasó el cuerpo desnudo de su amada princesa. Acto seguido, se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada antes de quitarse el enharinado delantal.

Cuando Edgard y los Tajir llegaron al gran salón, el rey les recibió sentado en la silla de respaldo alto que se encontraba al fondo de la mesa. Junto a él, el consejero real parloteaba con esa fastidiosa manía suya de acercarse a la oreja, tanto que podías notar cómo el vaho de su aliento te humedecía los tímpanos, algo que al rey Víctor no parecía importarle en absoluto. Allí estaba, masticando un pedazo de queso con su angulosa y perfecta mandíbula, su recortada barba ya emblanquecida por los años se movía arriba y abajo, su corta melena rubia parecía planchada a fuego y solo alteraba su forma por la presión de la corona. Aunque su oreja seguía escuchando con atención las palabras de Damián, el consejero, los ojos azules del monarca se dirigieron hacia sus invitados tan pronto entraron en la sala.

—Caballeros, ¿qué tal ha ido la visita por la ciudad? Espero que haya sido de su agrado —declamó el rey con tono cortés.

—Bueno, la verdad es que me esperaba otra cosa —dijo el patriarca sin pelos en la lengua.

—Y además aquí el servicio se permite interrumpirte cuando le viene en gana —soltó Qalil mientras señalaba descarado a Edgard—. En Frania ya estaría recibiendo latigazos en la plaza de la ciudad.

—Vaya, estoy seguro de que el capitán Rumins no tenía intención de ser descortés con ustedes, ¿no es cierto, capitán?

—Por supuesto que no, majestad — respondió Edgard con una reverencia.

—Aquí no solemos azotar a los mandos de la guardia a la primera de cambio. Espero que lo entiendan —dijo el rey, sin perder la sonrisa en ningún momento—. Señor Rumins, discúlpese con nuestros invitados, por favor.

—Lamento el importunio, señores. —Realizó una obligada reverencia a los Tajir.

—Asunto arreglado pues. Capitán, puede retirarse.

Edgard volvió a agachar la cabeza con cortesía al rey y acto seguido a la familia Tajir. Acto seguido, abandonó la estancia.

—¿Han desayunado ya? —preguntó el rey Víctor mientras señalaba las bandejas de comida que había en la mesa.

—No he venido aquí a comer uvas ni queso. Llevamos una semana en este castillo y aún no he visto a mi prometida —dijo Qalil con tono arisco.

—No te preocupes, muchacho. Conocerás a mi hija esta noche, durante la cena.

***

***

La que sí que había dedicado los últimos minutos a besar cada centímetro del cuerpo de la princesa era Cecilia. Besar, lamer, masajear y explorar con sus dedos; la princesa, por su parte, le había correspondido con la misma pasión. Ahora, ambas descansaban en la cama, compartiendo una pipa de quefa, aún sudadas como mulas después de pasar el arado por media Celona.

—Y creen que las princesas no somos listas. Si quieres a alguien para que use sus dedos, ¿quién mejor que una panadera?

—¿Es un piropo de niña rica?

—Podríamos decir que sí.

—¿Sabes? He visto a tu prometido esta mañana.

—Ah, ¿sí? ¿Es un hombre atractivo?

—Es moreno. Muy moreno. —Cecilia dio una calada a la pipa antes de pasársela a la princesa— Y alto. Muy alto.

—Bueno, no es que tú seas un punto de comparación muy apto, cariño.

—Muy graciosa. No, el tío es alto de verdad. Lo vi saliendo con el capitán a primera hora. Le sacaba como media cabeza.

—¿A Edgard?

—Sí.

—Pues sí que tiene que ser alto, sí —acotó antes de darle una buena calada a la pipa y devolverla de nuevo a las manos de Cecilia.

—¿Has pensado en qué vas a hacer?

—Demasiado. Pero sigo sin encontrar una manera de librarme. Mi padre nunca aceptaría que se rompiera el tratado de tráfico marítimo por mi culpa.

—Pero, ¿tú entiendes lo que significa casarte con el moreno? Él no es como yo. Tiene dedos como barras de pan.

—Creo que querrá meterme algo más que los dedos, cariño.

—Joder, no quiero pensar en eso, Sofía —dijo mientras se incorporaba en la cama y comenzaba a alcanzar su ropa—. Solo de imaginarte con ese tío me dan ganas de agarrar un cuchillo de la cocina y apuñalarlo mientras duerme.

—¿Crees que a mí me apetece? Sé que siempre bromeo contigo, pero yo te amo a ti, Cecilia.

—Pues díselo a tu padre. «Papá rey, lo siento, pero me gustan las tías».

—Claro, qué gran idea. Seguro que no te manda a la horca ni nada.

—Soy su panadera favorita.

—No creo que siga disfrutando del pan de la cena de la misma manera si se entera de que las mismas manos que lo amasan han estado en el interior de la vagina de su hija.

—¡Pero si es mi ingrediente secreto! –bromeó la panadera mientras volvía a vestirse.

—¡Qué asco, Cecilia! Que yo también como del pan que haces. —Frunció el ceño—. Una cosa es que me gusten tus partes y otra es que quiera saborear las mías.

—¿Sabes una cosa? —Hizo una pausa para besar con pasión a la rubia que aún permanecía desnuda en la cama—. Ahí llevas un buen bocado de tus partes.

Mientras tanto, en el interior de las caballerizas, Edgard Rumins, el joven capitán de la guardia real, volvía tras escoltar a los invitados del rey durante una visita turística por la ciudad. Su juventud era sorprendente para el cargo que ocupaba, uno que, en realidad, le había sido otorgado en herencia de su padre. No es que Edgard no poseyera los conocimientos y disciplinas dignas de capitanear a la guardia, pero sus escasos veinte años no dejaban de ser un aspecto llamativo. Tenía el pelo corto peinado en forma de cresta y una barba arreglada con meticulosidad. Aunque era el más alto dentro de Celona, sus ciento ochenta y cinco centímetros de altura quedaban eclipsados junto a los visitantes de Frania.

La familia Tajir, incluido el joven Qalil, el pretendiente de la princesa, le sacaban su buen medio palmo de altura, pero sin duda, los más imponentes eran los dos gigantones guardaespaldas del señor Yasta, el dueño de la naviera. Eran una pareja de la tribu de los eamaliqa, conocidos por tener una piel aún más oscura que los, ya de por sí, tostadísimos franíes. Muqa, la mujer, medía casi dos metros y tenía unos músculos tan desarrollados, que podían notarse incluso bajo las ropas protectoras, ropas que, dicho sea de paso, llamaban la atención del capitán: lejos de las cotas de malla y las armillas, su atuendo se reducía a telas de satén verdes y rojas, con lo que parecía un relleno de paja o hierbas secas. Lo único que denotaba que se trataba de miembros de un cuerpo de seguridad, eran las dos espadas curvas que ambos portaban a sus espaldas. Almua, el hombre, era un mostrenco de dos metros diez, con el pelo encrespado y la cara bañada en cicatrices, siendo la más llamativa un corte en forma de uve invertida que le cruzaba la ceja izquierda. Sus brazos eran casi tan gruesos como el cuello de los caballos celones. Ambos tenían tatuajes desde las muñecas hasta los laterales del cuello y mantenían el gesto serio en todo momento, como si estuvieran a punto de arrancarle la cabeza al primero que osara mantenerles la mirada durante un segundo más de la cuenta.

Con lo que respecta a la familia Tajir, a Edgard le parecían un atajo de morenos ostentosos. Estaba más que acostumbrado a la gente de alta cuna, no en vano llevaba toda su vida en palacio desde los tiempos en que su padre fuera el capitán de la guardia, pero aun así, aquella gente lucía mucho más oro que el propio rey Víctor. Yasta, el patriarca, lucía una chaqueta tejida con bandas rojas y verdes en las mangas, una hombrera de oro con el águila y el yunque tallados, desde la que colgaba una cadena del mismo reluciente metal que le cruzaba el pecho para acabar engarzada en el cinturón, cuya hebilla, por supuesto, también era de oro. Tanto él como su hijo lucían frondosos bigotes negros, vello corporal asomando por la pechera y las mangas como para hacer sentir barbilampiño a un oso, y unos ojos color esmeralda que contrastaban con los parpados remarcados en negro con algún tipo de carboncillo.

—Pues ¿qué quieres que te diga? —comentó el señor Tajir a su hijo—. Para ser la capital me esperaba un poco de fiesta. Ni siquiera tienen casino.

—Papá, esta ciudad es muy cutre.

—Pues vete acostumbrando Qalil. Cuando te cases con la niña vas a tener que vivir aquí.

—Pero si aquí no hay ni una sola palmera —se quejó el menor de los Tajir.

—Bueno, ya plantaremos unas pocas.

—Señor, creo que debería discutir ese tipo de cuestiones con su majestad —se permitió interrumpir Edgar.

—Y encima el servicio te habla por toda la cara —volvió a quejarse a su papá, sin siquiera mirar al capitán.

—Disculpe, señor Qalil, no soy estrictamente del servicio. Soy el capitán de la guardia real.

—Joven, no pierdas el tiempo —cortó la conversación Yasta—. ¿Por qué no haces algo útil y nos llevas a ver al rey?

—Por supuesto, señor —dijo apretando los dientes y tragándose las ganas de abofetear a ese par de pijos—. Por aquí por favor.

Mientras guiaba a los Tajir hacia el gran salón, Edgard no podía dejar de pensar en las palabras del puñetero prometido de la princesa. «”El servicio”, dice el moreno de mierda», pensaba, «habría que verte a ti en medio de una batalla. Se cree más honorable que yo solo porque su papá es el dueño de la naviera. Como si hubiera algo de honor en amasar fortuna a costa de la necesidad de los demás». Seguía apretando los dientes para asegurarse de que ninguno de sus pensamientos se le escapara en forma de palabra. Sería un acto demasiado deshonroso que un militar de su rango se permitiera emitir juicios de valor sobre los invitados del rey, pero nadie le impedía utilizar su mente para soltar la frustración. «El joven de los Tajir. ¡Joven mis pelotas! Le saca más de diez años a Sofía», cerraba los puños imaginando que aplastaban los huevos de Qalil, «seguro que con ese bigote mugriento es capaz de desembozarle las fosas nasales si intenta besarla».

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